Cuenta el milagro que San Agustín caminaba por la playa, absorto en sus dudas, cuando se tropezó con un niño que recogía con una concha,agua del mar para verterla en un hoyo.San Agustín le preguntó lo que hacía.A la pregunta del santo, respondió que pretendía meter todo el mar allí dentro. San Agustín le hizo ver lo inútil de su empeño; a lo que el niño, transformándose en un ángel, le replicó que, del mismo modo que era imposible meter el mar en un agujero, también lo era que él se empeñara en tratar de comprender los misterios de la Creación.
¿Es un libro un agujero? ¿Se puede encerrar el mar dentro de un libro? Si pudiésemos reducirlo a un número incontable de imágenes y palabras ¿podríamos leerlo? ¿Olería a mar o a papel de imprenta?
Sólo el asombro y la humildad ante el inmenso mar pueden ayudarnos a comprenderlo mejor. Ha habido hombres, obsesionados por sí mismos, que han querido adueñarse de él: construyendo barcos gigantes, levantando ciudades sobre sus costas… Hombres que tratan, inútilmente, de caminar sobre las aguas. Ha habido otros, apasionados por la vida, que no han intentado ni encerrarlo ni someterlo, sino hacerlo más comprensible, acercándonoslo mediante la pasión de sus obras. Hombres como Cook, Verne, Melville, Alberti o Cousteau, que trataron de esbozar su visión del mar, troceándolo para explicárnoslo mejor. Amantes que mezclaron pasión y estudio para aproximarnos al mayor ser vivo de la Tierra. Ése es su gran hechizo: permanecer impasible e inexpugnable a los vanos intentos del hombre por encerrarlo en un hoyo y reducirlo a cenizas.
El mar es el hogar de los que no necesitan patria; de los que cuando tienen frío se desnudan y cuando quieren hacerse oír, callan. Mar es una palabra que al pronunciarla en voz alta la boca nos sabe a sal. Lo miramos hechizados, ansiosos, siempre esperando algo asombroso de él. Lo añoramos como si en una vida remota hubiéramos respirado en sus profundidades, aunque ya no logremos recordarlo. El mar es tiempo sumergido en el silencio, tregua que forja hombres que le dedican sus sueños… Hombres que, al final de su vida, nos ofrecen, en el cuenco humilde de sus manos, una bola de luz, celosos de no derramar una sola gota de lo que tanto tiempo les ha costado comprender: que el mar no puede encerrarse en un agujero, o en una sola vida, o en un libro… como el que ahora usted mantiene abierto; un libro que nació de una ilusión: que cuando lo cierre el aire le huela a una brizna de mar.
¿Es un libro un agujero? ¿Se puede encerrar el mar dentro de un libro? Si pudiésemos reducirlo a un número incontable de imágenes y palabras ¿podríamos leerlo? ¿Olería a mar o a papel de imprenta?
Sólo el asombro y la humildad ante el inmenso mar pueden ayudarnos a comprenderlo mejor. Ha habido hombres, obsesionados por sí mismos, que han querido adueñarse de él: construyendo barcos gigantes, levantando ciudades sobre sus costas… Hombres que tratan, inútilmente, de caminar sobre las aguas. Ha habido otros, apasionados por la vida, que no han intentado ni encerrarlo ni someterlo, sino hacerlo más comprensible, acercándonoslo mediante la pasión de sus obras. Hombres como Cook, Verne, Melville, Alberti o Cousteau, que trataron de esbozar su visión del mar, troceándolo para explicárnoslo mejor. Amantes que mezclaron pasión y estudio para aproximarnos al mayor ser vivo de la Tierra. Ése es su gran hechizo: permanecer impasible e inexpugnable a los vanos intentos del hombre por encerrarlo en un hoyo y reducirlo a cenizas.
El mar es el hogar de los que no necesitan patria; de los que cuando tienen frío se desnudan y cuando quieren hacerse oír, callan. Mar es una palabra que al pronunciarla en voz alta la boca nos sabe a sal. Lo miramos hechizados, ansiosos, siempre esperando algo asombroso de él. Lo añoramos como si en una vida remota hubiéramos respirado en sus profundidades, aunque ya no logremos recordarlo. El mar es tiempo sumergido en el silencio, tregua que forja hombres que le dedican sus sueños… Hombres que, al final de su vida, nos ofrecen, en el cuenco humilde de sus manos, una bola de luz, celosos de no derramar una sola gota de lo que tanto tiempo les ha costado comprender: que el mar no puede encerrarse en un agujero, o en una sola vida, o en un libro… como el que ahora usted mantiene abierto; un libro que nació de una ilusión: que cuando lo cierre el aire le huela a una brizna de mar.
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